martes, 2 de agosto de 2016

viernes, 27 de mayo de 2016

miércoles, 9 de marzo de 2016

viernes, 5 de septiembre de 2014

Lo que queda


No es mucho lo que nos queda de la gente. De las personas. Muere Gustavo Cerati y me doy cuenta de que su voz me conmueve. Estoy nerviosa todo el día. Tampoco es que haya sido una fan de Cerati de esas que hacen fila para darle un beso, para pedirle un autógrafo. Me encantaba, sí. Esa voz ultrasensual que te arrulla, que te lleva, que te trae. Pero, pensaba ayer, pareciera ser algo más lo que me mueve. Le mando un mensaje a una amiga, le digo: ¿te acordás cuando fuimos a verlo al Gran Rex? Me dice que sí, cómo olvidarlo,  si nos llevo tu hermano. Y ahí hago clic. No es mucho lo que nos queda de las personas. Incluso de las que tenemos ahí al alcance de la mano. Habíamos ido al teatro con mi hermano y quien en ese momento era su novia. Un punto importante: somos hermanos por parte de mi padre. Para algunos esta aclaración puede parecer innecesaria. Familias ensambladas hay miles. Cuando yo era chica no había tantas. Apenas convivimos un año, creo y quizás ni eso. Yo tendría un año. Él doce o trece. No tenemos muchas vivencias compartidas. Pero, me doy cuenta ahora,  las dos o tres que más guardo giran en torno a la música. 
Soy muy chica, estamos en el auto esperando a alguien. A papá, supongo, pero no estoy segura. Imaginemos que sí: estamos los dos, él y yo, en el auto -estacionado en doble fila en alguna calle del Once- esperando a papá. Mi hermano me quiere enseñar una canción y empieza a tararear los versos de Pequeña semblanza de una familia tipo, de Sui Generis. Me la quiere enseñar. Papá se demora y hay tiempo. Mi hermano escribe los versos en una hoja. Canta la canción. Nos reímos los dos frente a la cuestión sangrienta, ese Mr. Jones, la madre muerta, la familia tan normal. Con el correr de los días aprendo de memoria la letra. Nunca más la olvido.Otra: mi hermano me presta la llave de su departamento. Vive solo, en Belgrano. Voy con un amigo a escuchar toda la música que tiene mi hermano, queremos grabar un par de cassettes. Nos pasamos la tarde escuchando a Soda.
No es mucho lo que nos queda de la gente.Quizás, más que el recital, más que ver a Cerati desde una fila tres, lo que guardo es la sensación de compartir esa voz con mi hermano. Compartir esa experiencia. La palabra, la letra, probablemente no sea tan potente como la voz, como el registro de la voz. Pienso en esto mientras escucho Prófugos, Signos, Canción Animal. Vuelvo a estar en el departamento de mi hermano, la espalda apoyada contra la pared. Llueve, igual que hoy. 

viernes, 22 de agosto de 2014

Joyce Carol Oates


Siempre me sorprende la intuición que motiva la elección de los libros que leemos. Desde marzo tengo varios apilados por ahí, libros que me regalaron para mi cumpleaños y que no abrí por estar completamente tomada por la novela que escribía. Mi primera novela. Ojalá sea la primera de varias. Porque escribir narrativa me ha parecido mucho más entretenido que escribir poesía. Yo misma tacharía el adjetivo. Pero es así. Fue –es- un trabajo arduo. Hay que meterse de lleno en la ficción. Se deja de vivir por un rato la propia vida -¡qué bueno esto por dios!-. Se mira a la gente, se la piensa como si todos fuesen personajes de lo que una está escribiendo. La letra corre mucho más rápidamente que en la poesía. O al menos así fue esta tímida experiencia. Eso: entretenida. Abosorbente, trabajosa, causa de insomnio pero sí: entretenida  El día que la llevé al concurso –S la llevó, hizo las copias, etc- me crucé con un ómnibus lleno de chicos de un colegio hebreo como el que asisten algunos de mis personajes. Sentí que era un buen augurio  -así pienso las cosas, así creo que son: una cadena de buenos o malos augurios-. La cuestión es que durante agosto pude retomar la lectura. Leí una de Julian Barnes recomendada por S: The sense of an ending. Buenísima. Y sin embargo no fue más que eso. Una novela redonda, prolijísima. Genial podríamos decir. La leí en tres días de cara al sol de Bahia. Y sin embargo, me daba cuenta de que lo que en realidad tendría que estar leyendo era otra cosa -quizás no me gusten tanto las novelas cuadradas sino las que desbordan un poco, las que están un poco menos pensadas y se dejan llevar como un mazo de cartas que  se cae y queda desplegado sobre la mesa-. Joyce Carol Oates me esperaba. Ahí estaban las más de cuatrocientas páginas. La foto de la tapa. La madre y la hija. Acá le pusieron Mamá y quizás es tan poco seductora la palabra –que yo escucho a diario en boca de mis tres  hijos, todo el tiempo- lo que me impedía abrir el libro y arrancar. El título original es Missing Mom. Conclusión: fue una clase de narrativa. La manera en la que Oates cuenta, todo lo que no dice, cómo salta de capítulo en capítulo, cómo incluye los diálogos, cómo maneja el discurso interior de Nikki (un personaje increíble), la manera en la que  Nikki se va transformando, lo que deja atrás;  cómo construye a Wally Szalla –el hombre casado con el que sale-. Incluso se da el lujo de incluir a un detective seductor y no caer en ningún lugar común o mejor aún: jugar con el lugar común. Y Clare. ¡Clare! Qué buen personaje. Esa mujer de voz mandona y llena de obligaciones autoimpuestas –no, no, jamás querría ser como Clare- que va y viene por este suburbio de Nueva York, con sus dos hijos, su marido a cuestas. Y sí: el desborde de Oates. De seguir narrando y narrando, de entrar en detalles innecesarios, de repetir, de seguir y seguir y seguir porque la experiencia de la muerte de una madre es devastadora suceda a la edad que suceda, porque nos quedamos solas –solos- porque el mundo irremediablemente va a ser un lugar distinto, mucho menos seguro; porque la manera en la que lo cuenta merece cuatrocientas, quinientas, mil páginas. Todo esto sin caer en ningún cliché, en ninguna clase de sentimentalismo barato, en ningún golpe bajo. Se trata de esas novelas que van a destiempo, en las que una aprende a conocer el mundo, los personajes. Es como si, por un rato una dejara de vivir en este ahora en el que ya ni siquiera somos post porque ser post es estar fuera de twitter, fb, tinder, de la saturación de imágenes, de ese ver, ver, ver todo el tiempo y una volviera a creer que “conocer” es posible -qué idea más decimonónica: conocer a través de la literatura- indagar en lo interior, saber algo más sobre como son los procesos que hacen que vayamos cambiando a lo largo del tiempo o que lo más propio de una ya estaba ahí, siempre. En fin: se abre un mundo detrás de Oates. Muchísimas novelas por leer que tendrán que esperar un interludio: S me regaló una de R. Walser. En edición de la Biblioteca de Coetze. Parece que Walser murió congelado: lo encontraron unos chicos cubierto de nieve. Lo empiezo a leer condicionada por este detalle fundamental: ya sé que me va a gustar. 

domingo, 8 de junio de 2014

Una licencia autobiográfica

Tres o cuatro chicas corren por el patio de un colegio. Hace frío pero sólo llevan un suéter sobre la camisa blanca y la kilt. El colegio es sólo de chicas. Una de ellas -no recuerdo cuál- acaba de recibir una carta de amor. Dos, tres chicas se encierran en el baño para leer esa carta cuya destinataria muestra entre nerviosa y excitada: nunca antes había recibido una carta. Ella, ni ninguna de las que abren el papel y leen, leen y se ríen, felices. Alguien abre la puerta del baño. Escucha risas, comentarios. Es evidente que hay más de una alumna en el pequeño cubículo. Quizás se agacha, puede ver tres pares de pies asomar por debajo de la puerta. Los zapatos acordonados, las medias azules. (Parece una escena de Ciencias Morales, la novela de Kohan, pero no lo es). La directora ordena que abran la puerta y salgan. Lo dice en inglés.  Open the door girls, open the door inmediately, dice. Mientras las chicas corren el pestillo de la puerta, la directora -una mujer de más de cuarenta, muy blanca, con un par de jeans y suéter a rombos- quizás se mire en el espejo, se acomode el pelo corto, cortísimo, detrás de las orejas. Tienen que salir, vuelve a decir, en inglés y con más énfasis. Las chicas tienen doce. Alguna, quizás, ya cumplió trece. Abren la puerta. La carta pesa como una piedra en el bolsillo de alguna, no importa cuál. Una a una tienen que explicar qué era lo que estaban haciendo, porque se habían encerrado en el baño. La carta no parece motivo suficiente -¿habría la directora recibido, alguna vez, una carta como esta? ¿o lo que estaba imaginando era algo mucho más picante, mucho más interesante para sancionar, al menos a las primeras dos alumnas?-. La directora insiste: qué es lo que estaban haciendo en el baño. Aunque está enojada, su bronca, su rabia no está dirigida con igual fuerza hacia las tres. Es hacia la tercera que lanza miradas de odio. Porque jamás había tenido, antes, que llamarle la atención. Es a la tercera a la que está dirigido un reto que más que reto es otra cosa, algo peor, como le dirá más tarde, en inglés: jamás imaginé una cosa así de vos, jamás pensé que me podías decepcionar así. 

Pienso en esto cuando, en un mail, escribo: "suelo ser sumamente responsable pero..." como frase para justificar la renuncia a una tarea. Juro, prometo, me propongo, jamás volver a escribir una frase como esa. ¡Salud!


domingo, 19 de enero de 2014

El amor a futuro


Hacía un año que salíamos con S cuando llegó a casa con un CD de Martha Argerich. Para vos, me dijo, y me dio el disco envuelto en papel de regalo. Lo recibí con una sonrisa  irónica. En ese afán que a veces me agarra por ser sincera, en esa imposibilidad de disimular mi frustración, le dije que ese regalo me parecía mucho más para él que para mí. ¿Me lo regalaba porque pensaba que me podía gustar? ¿Porque quería que me gustara?¿Porque no podía no gustarme? Si yo jamás escuchaba música clásica.  ¿No era tal vez lo que él quería escuchar? ¿O lo que él quería que yo escuchara? Obviamente la discusión fue tremenda, la primera que tuvimos. Qué pavada, discutir por un CD, por un regalo en definitiva, pero ya se sabe, las discusiones son así. La verdad es que mi experiencia con la llamada música clásica estaba llena de prejuicios. Quienes la escuchaban me parecían en general llenos de afectación. Con el tiempo y la sucesión de conciertos a los que fuimos con S, esa idea fue cambiando. La música sinfónica sigue pareciéndome lejana, un poco estruendosa, pero ya no por prejuicio, sino simplemente porque prefiero la música de cámara. La cosa más íntima, más pequeña. Empecé a disfrutar de la música de cámara. Y creo que escuché "Cuadros de una exposición" de Mussorgsky cientos de veces. Ni hablar de Bach o, sobre todo, Debussy, así todo mezclado, desde el disfrute más genuino. 

Ayer, casi once años más tarde fuimos juntos a ver Bloody Daughter, el documental que filmó Stephanie Argerich sobre su relación con la madre y, más lateralmente, con su padre. Lo interesante de la peli, obvio, es el personaje Martha Argerich. Cómo toca, por Dios. Lo hermosa que es. Lo moderna. Lo poco que habla. Lo poco que tiene, tal vez, para decir, porque cuando toca lo dice todo. Esta mañana, mientras los chicos jugaban,  pusimos el CD en cuestión, un CD que en estos once años no se perdió, no se arruinó, no terminó partido en dos por las garras de los niños como tantos otros. Pero un disco que, la verdad, yo jamás escuchaba. Era un acto de orgullo, quizás. O tal vez, simplemente, no lo tenía a mano. Hoy, mientras lo escuchábamos, pensaba: cómo en una pareja hay uno que, quizás, ve un poco más lejos que el otro. Puede que esa sea la clave -toco madera- del amor y la convivencia. Quién sabe. La cuestión es que me pasé la mañana escuchándola a Martha. Disfrutando del regalo de mi primer aniversario con S, once años más tarde.

La foto es de revista ñ.  

viernes, 10 de enero de 2014

jueves, 26 de diciembre de 2013

Los restos del día

Escribo cuando todos duermen, cuando ya no queda nada en la casa, salvo juguetes tirados aquí y allá, ropa, medias, zapatos. Escribo cuando, por fin, la casa está en silencio y puedo imaginar que estoy sola, lejos y sola. Escribo antes de que se despierten, antes, incluso de que despunte el día, mientras todos duermen y si el bebé llora, si escucho que se mueve incómodo en la cuna me acerco, sigilosa, para que no se de cuenta de que soy yo, le pongo el chupete en la boca. Trato de no hacer ruido mientras me preparo un mate, una tostada, mientras saboreo esos primeros momentos del día, casi noche. Y después, como ahora, cuando ya nadie me necesita, cuando nadie me reclama, cuando nadie me pide nada y soy sólo yo la que me hablo, me digo, me pido quedate un poco más, no te duermas todavía.

jueves, 14 de noviembre de 2013

4 AM: LLuvias

No sé exactamente cuándo la lluvia empezó a preocuparme. Cuándo fue que dejó de ser algo divertido, pintoresco, incluso algo deseado para transformarse en fuente de desvelos. De hecho son las cuatro de la mañana y no puedo dormir. Ya visité todos los sitios web de "pronóstico extendido" para ver cómo van a ser las próximas horas. Dando vueltas en la cama pienso en un sinfín de cuestiones prácticas que aburriría al lector más paciente. Me asomo a la ventana. Sí: llueve. Y tengo la poco original sensación de que no va a parar jamás. Pienso en todo lo que tengo que hacer, en los chicos, en el trabajo. Siento que vivo en una ciudad de la India alejada de todo, que jamás podré llegar a destino; no con la lluvia de por medio. Mi vida se ha transformado en la grilla de una empresa de logística. Dónde tiene que estar cada uno a determinada hora, quién busca, quién trae. Y la lluvia paraliza todo. Una de esas cosas que cambia con la llegada de los hijos, supongo. Y una que se dice: aprendé a relajarte, no te estreses, todo tiene solución: es lluvia nada más. Pero, claro, si el cuerpo -con sus tics, sus terminaciones nerviosas, sus contracciones musculares- pudiera hacerle caso a la mente los cajones de las farmacias que venden clonazepam no estarían vacíos. Ahí para un poquito. El bebé se mueve en la cuna. La noche se vuelve un poco más amable. Me doy cuenta de que estoy cansada. Ya no sé si lo que escucho es al lluvia que emana de la compu -es viejita y hace ruido- o la que proviene del otro lado de la ventana. Le pongo el chupete al bebé. Vuelvo a la cama. 

lunes, 4 de noviembre de 2013

Perfumes

Recién, en el colectivo la mujer que viajaba al lado mío tenía un perfume que me llevaba a un lugar. No era en realidad perfume, era más bien una crema de enjuague, algo así, una mezcla de shampú y crema, nada grandilocuente. Era increíblemente familiar. Me inundaba de una sensación de bienestar, de haber sido feliz cuando, muchos años atrás, desde algún otro lado me llegaba el mismo perfume. La miré para ver si había algo especial en ella. Si era especialmente linda, si llevaba el pelo arreglado de alguna manera particular. Algo que acompañara ese perfume que me llevaba como en oleadas a algún recuerdo que no pude identificar. Pero no. De hecho tenía el pelo atado de una manera desprolija, no desprolija a propósito como usan tanto las adolescentes, sino desprolija de no haber sabido atárselo bien. Qué cosa los olores, los perfumes. Qué sentido, el olfato, capaz de guardar en secreto un recuerdo, como este que no pude todavía descifrar. Y ahí va a quedar. Tengo muy mala memoria. Pienso en esto mientras empiezo a leer una novela que promete ser exquisita: Flores de un solo día, de Anna Kazumi Stahl. 

viernes, 1 de noviembre de 2013

Compañeros de viaje



Tendría que estar terminando de leer la novela. Sólo me faltan 100 de un total de 512 páginas. Pero no puedo evitarlo, tan lejos estoy del "vacío interior" al que quiere llevarme mi maestra de yoga. Hace días que estoy sumamente desconcentrada. Mientras leo pienso, y mientras pienso escribo mentalmente. Por ejemplo: esta entrada del blog. La novela es The Marriage Plot, de Jeffrey Eugenides. Y es buenísima. LLeva tiempo. Al principio me desconcertó, me pareció un poco banal, las anécdotas de una estudiantina. Pero había que darle tiempo. Había que seguir leyendo. Confirma también una teoría secreta que tengo: cuando una decide qué leer -así a ciegas: yo no sabía que la novela era, en realidad sobre creencias, sobre formas de practicar esas creencias, sobre religión entre otras cosas- hay un espíritu superior que elige por una. O un aspecto superior de una misma. La novela es exactamente lo que yo tenía que leer en este momento. Hace tiempo -desde que me embarqué en este proyecto de escribir una novela- que no dejo de maravillarme frente al trabajo consumado: esos relatos que parece que han sido escritos así, a la corrida, sin que la autora o el autor se haya detenido a pensar cómo o de qué manera poner esto o aquello. Como iluminados.  Hay autores que dicen escribir así. Que aseguran no poder seguir si la página anterior no está perfecta, si no es la definitiva. En mi borrador todo es precario, provisorio, pero avanza. Por otro lado,  no puedo hacerlo de otra manera. Hace un par de semanas me encontré con una nota muy interesante de Matías Serra Bradford donde habla sobre esos compañeros de ruta que se eligen cuando una o uno escribe y que de alguna manera guían esa escritura. Bueno, Eugenides es  uno de los míos. Ese "look inside" al que nos invita la portada, esa posibilidad que da amazon para que se pueda mirar el libro, sin duda sintetiza lo que propone la novela: mirar dentro, muy dentro de los personajes, llegar a ser los personajes, llegar hasta la médula de Leonard, Mitchell y Maddie. Y a través de esa introspección en estos tres jóvenes armar una trama. Digo: esto se me ocurre es el método de Eugenides. Entrar, entrar lo más profundo posible, como quién se adentra en una experiencia mística. No detenerse, seguir adelante con lo que cada personaje propone. Darle voz, dejarlo ser. La novela se consigue en castellano: La trama nupcial. Y se las recomiendo fervientemente. 

domingo, 20 de octubre de 2013

La hija que odiaba a su madre

Está claro: tengo que cambiar de bar. Tampoco es que este sea un bar -"bar" me remite mucho más a la calle Corrientes-, es un cafecito que tiene un segundo salón donde en general la gente va a trabajar. En general. Hoy, fue el turno de "la mujer con más odio del mundo". Yo estaba con mi hijo más pequeño, en su cochecito.  Apenas salimos se quedó dormido. S está enfermo y le venía bien que al menos lo librara de uno de los niños. Y yo quería avanzar en mi novela. Me pedí un agua mineral lo cual ganó inmediatamente la bronca de la mesera. Sólo que su bronca no era nada comparada con el odio de la mujer que estaba sentada casi enfrente de mí.  Estaba con su madre, una señora en silla de ruedas. Muy vieja. Apenas encendí la compu escuché: "No me hablés de esa gente, no son simpáticos, porque cuando te llaman son todo amor, todo dulzura y después no ponen ni un peso por vos, así que ni me los nombres." La señora no decía nada.  Tomaba de su té con esa mirada que tiene la gente cuando trata de no escuchar, de no registrar al otro. No sé qué más le decía la hija. Tenía tanto para recriminarle, tanto para echarle en cara. Cualquier cosa que su madre le dijera bastaba para que le lanzara otro dardo envenenado. Al final la hizo pagar a la pobre madre. Temblando -lo juro- firmó el cupón de la tarjeta. Yo pensaba: ¿para qué? ¿para qué la sacó del geriátrico y la trajo a comer? ¿no era mucho mejor dejarla a la pobre mujer mirando tele, dejarla con su rutina, dejarla, incluso, dormir la siesta, dejarla, digo, morir, eventualmente, morir como se debe? Puede que la mujer haya sido una pésima madre. De las peores. Un desastre. Pongamos una madre abandónica, pongamos que era violenta, que le pegaba. Digo: no hubiese sido mejor, quizás, dejar de hablarle. En última instancia pagarle el geriátrico, donde fuese que estuviese viviendo, pero dejarla ir. Hacerlo sin culpa. Seguir con lo propio. Hacer terapia, yoga, lo que sea, pero dejarla ir. Porque el odio que tenía la hija encima, la manera en la que miraba a un lado y al otro, le hacía mal a ella misma. La vieja ya estaba en otro lugar. Vaya a saber una dónde. Con sus recuerdos, con el lado de la vida que ella elegía ver. Y algo más, algo que me dejó pensando mucho: la bronca de esta mujer parecía venir de un lugar concreto. Ella veía lo que su madre se negaba a ver. Ella sabía que la gente "simpática" era una manga de sinvergüenzas y ella quería hacérselo ver a la madre. Ella era la portadora de la verdad. Ella sabía. 
Entiendo que no es la mejor reflexión para el día de hoy. O tal vez sí. Para pensar un poco en esta relación tan profunda, tan fundamental, tan pasional. Madres e hijas. Y les pido de corazón a mis propios hijos: si algún día me van a invitar a comer para tirarme encima todo el odio del mundo, piénseno dos veces, es probable que con un pedazo de papel y una birome me dejen mucho más contenta.

La foto es de Juana Hidalgo, actriz, una abuela postiza que ama a sus nietos postizos, algo así como el tercer ojo -la tercera abuela- de la abuelitud. Está con Manuel, el pequeñín que me acompaña en estas excursiones al café de la esquina. 

viernes, 18 de octubre de 2013

Casarse en una quinta

Ellas no tienen la culpa, claro. Esto es un bar, acá la gente viene a charlar. No todos son como yo y necesitan huir un rato de sus casas para escribir en paz. ¡Benditos sean! Pero, ¿ponerse a organizar un casamiento acá, en la mesa que está al lado de la mía? Por Dios. Les cuento: el casorio de la chica de camisa negra con flores es en una qiunta. Tiene lindo pelo, así que seguramente se haga un tocado importante. "No todos se bancan la de la quinta", dice. Yo me pregunto qué es lo que hay que bancarse. Pero ella lo aclara: parece que una desubicada le pidió llevar a la quinta a los hijos de su novio. La novia lee el mail: la pobre chica explica que se le complica mucho dejar a los hijos de su novio, qué no tiene mucha opción, incluso pide perdón por el atrevimiento. "No tenemos con quien dejarlos", explica. Pero no, no hay caso. La novia es implacable. El gasto que le insume es enorme. Y la desubicada esta "no tiene idea del gasto que implica casarse en una quinta". Ese es el tema: la quinta. La novia lee el mail que ella le mandó: "disculpá que no pueda solucionarte la vida", parece que le escribió. Y yo me pregunto: por Dios, ¿para qué la invitó? La imagino sacando cuentas -a la desubicada, no a la novia- pensando cómo, de qué manera conseguir una babysitter para poder ir. ¡No! ¡No vayas! Quedate en tu casa mirando alguna serie. Si vas vas a terminar gastando un dineral -VOS no la novia- para que te reciban con una sonrisa a medias porque, en realidad, la idea era que no fueras. Por suerte las amigas que están acá con la novia son otra cosa, son mejores, saben de sex toys -ahora hablan de eso- saben de baby showers, saben de canciones, saben lo que implica casarse en una quinta. En fin. Tenía que escribirlo. Al menos para que me rindan estas tres horas fuera de casa.

PD: ¡¡¡NO!!! No elijas el fragemento del Evangelio que dice: "Si no tengo amor no soy nada", elegí otro, más original, por favor, te lo pido, al menos para que este tiempo valiosísimo que me acaban de quitar de las manos haya valido de verdad la pena. 

jueves, 3 de octubre de 2013

La hija de la cabra

El año pasado Bajo la luna publicó una novela excepcional. Una joya de esas que, de verdad, no abundan. La novela, La hija de la cabra, la escribió una querida amiga y excelente poeta: Mercedes Araujo. Hace mucho tiempo que espero que se publique la reseña que escribí. Casi un año diría. En ese tiempo la novela salió de la mesa de novedades, otros libros vinieron a ocupar su lugar y, mi lectura que tal vez podría haber colaborado apenas un poco para que la novela se venda -¡sí de eso viven los escritores y los editores, de las ventas!- quedó a medio camino: escrita pero no publicada.  Ya saben, soy supersticiosa y creo que tal vez el hecho de finalmente publicar la reseña acá como si no tuviera ya ninguna esperanza de que el suplemento la saque, quizás haga el milagro y mañana al abrir la revista encuentre la crítica que con tanto cariño y admiración escribí. Si eso ocurre, prometo borrar del blog esta entrada. Si no ocurre, supongo que se entenderá que esperé lo suficiente. Aquí va, entonces, a la salud de la Juana, mi reseña de una de las mejores novelas de la literatura argentina que leí en los últimos tiempos. 




A veces pasa: nos encontramos frente a una novela que combina un trabajo de orfebrería con el lenguaje a la vez que plantea una trama que atrapa, que no se puede dejar de leer. En algunos casos excepcionales sucede algo más: se trata de relatos en los que el lenguaje parece fundarse a cada paso, inventarse gozosamente, novelas que el lector disfruta, hipnotizado por el descubrimiento de un tono, de una voz. Es el caso de La hija de la cabra, la primera novela de la poeta Mercedes Araujo ganadora en 2011 del Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes.
El relato se centra en la historia de amor de “la Juana” –una india huarpe mendocina, hija del cacique Cunampas– y un blanco durante la época del Virreinato. Pero también es la historia de la familia de Juana, de los hombres y mujeres de la comunidad, del hambre, de la sequía, de la ambición de quienes explotan la tierra;  una verdadera épica del páramo. Y, si bien se trata de un  paisaje cercano a la experiencia de la autora –Araujo es mendocina– el tema del desierto es arriesgado. Invita a leer la novela nada menos que dentro del corpus fundacional de nuestra literatura: José Hernández pero también Martínez Estrada y Di Benedetto. Sólo que aquí es la mirada de una mujer la que resignifica ese espacio simbólico. No sólo la de Juana, también la de su gran amiga Rosalía y sobre todo la de su madre, La Cabra –esa mujer que enloquece y se aparta, ¿o la apartan?, para morir sola. Esa figura de la mujer que se vuelve loca, que hay que encerrar –en un ático o en el monte como es el caso de La Cabra–  ha sido emblemática para la crítica feminista que estudió las representaciones de la mujer en la literatura del siglo XIX. Y es muy interesante que Araujo la rescate. Por eso, la gran autora que aparece aquí, la tradición en la que se escribe esta novela es la de Sara Gallardo y su Eisejuaz.
Araujo construye un lenguaje en el que cuerpo y paisaje se funden y fundan a su vez una manera de hablar, de decir –“El silencio y la cerrazón han encaminado a Juana a un cerro. Cuerpea. Escala buscando un animal. En la cima, lija de un vistazo el horizonte. Ni un solo bicho. Una mancha oscura en un pico de roca viva”–  que, sin embargo, no parece forzada sino que nace con la naturalidad de la flor del cardo y que recuerda, por ejemplo, el registro poético y abigarrado de Clarice Lispector en La araña. Sólo que aquí, cuando ese lenguaje parece opresivo –y en La araña Lispector lleva ese experimento al límite–, la autora tiene la habilidad de enhebrar otro discurso, otro género que vuelve la narración siempre al campo de la legibilidad. Son las cartas que escribe el ingeniero Martinelli a su esposa desde el desierto y que le sirven a la autora para terminar de hilvanar la trama. Es de celebrar, entonces, el riesgo que asume Araujo. Como lectores, sólo nos queda asumir nuestra parte. Adentrarnos en la experiencia del desierto y aceptar que, tal vez, la consecuencia sea perdernos momentáneamente en ese laberinto de lenguaje y sentimiento trágico.